12 julio 2007

Dos hombres.

Un hombre, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, es obligado a arrodillarse tras un primer disparo que no atraviesa la bóveda craneana. La sangre de un segundo disparo riega la tierra. Tras el coma cerebral profundo, en unas horas, ocurrirá la muerte.

A unos cientos de kilómetros otro hombre llora. Llora por el asesinato, pero llora también por sí mismo. Por su complicidad moral con los asesinos durante los años de plomo. La sangre del jóven muerto cae sobre la conciencia del otro que no lo mató, pero "comprendía" las "razones" (¡cuántas comillas!, la perversión moral corrompe el lenguaje, Ignacio 'dixit') de los asesinos: LA REVOLUCIÓN, LA INDEPENDENCIA. Tras estas palabras se justificó la gran carnicería del pasado siglo.

El hombre muerto se llamaba, se llama en la conciencia de los hombres rectos, Miguel Angel Blanco. El otro hombre, cuyo nombre no importa, era yo. Soy yo.

Abomino de mi complicidad.

Tengo un hijo, juro educarle solo para la libertad, hija de la verdad, compañera de la responsabilidad, pasión de los hombres honrados.

Por la memoria de M. A Blanco.